Semillas


Justino no dejaba de hurgarse la boca frente al espejo. Con la cavidad abierta gesticulaba las cejas arriba y abajo, frunciendo la nariz, entrecerrando los ojos para lograr alcanzar la vista hasta donde fuera necesario. No reconocía proliferaciones, ni manchas. Las paredes laterales y su revestimiento parecía normal. Debían ser los molares superiores o algún premolar. Luego de asomarse al istmo de las fauces, unas arcadas pronunciadas lo alejaron de su afán por seguir la averiguación.
Era frustrante no encontrar la fuente de la molestia que entorpecía sus quehaceres de viejo. A nadie le importaban sus tareas diarias, ni siquiera a su esposa, ni siquiera a él mismo; pero esa inquietud bucal era como un pensamiento recurrente, no lo dejaba ni distraerse. Le desesperaba el mal sabor de boca, el desagrado de tener que resolver algo así, a pesar de no haber padecido ni un resfriado en siglos. Al menos tenía veinte años de no ir a un dentista y ahora ni pensarlo, con una pensión raquítica, tantas prioridades y el miedo a cualquier tipo de anestesia. A Juan, su compañero de dominó, lo mató un pasón de anestesia cuando lo operaban de una hernia. Eso no tendría nada que ver, si a Justino no le diera pavor morirse en manos de alguien con bata blanca. Esa no es una forma decente de morir. El espanto de la muerte de Juan lo acosó varios meses. Ir al dentista estaba descartado.
Justino no le quiso decir a su esposa. Para qué. Para que estuviera friegue y friegue con ir al dentista. Mejor ni le decía nada. Ese mismo día comenzó el dolor de cabeza. Era media tarde. Iba pasando el afilador por la calle. Justino se levantó de un rápido impulso para detenerlo. Cuando fue al cajón de los cuchillos, sintió una punzada seguida de un calambrito como piquete de alfiler en las sienes. Extrañado, sacó los cuchillos del cajón y se los llevó al afilador. Luego el dolor fue tan fuerte que hasta le daban ganas de sacárselo con una de esas puntas filosas.
—Tino, ¡Tino!, te estoy hablando, hombre, ¿por qué no me contestas?
Por unos minutos, la dolencia hizo que Justino perdiera los sentidos. La migraña espontánea no era común. Ni las punzadas que luego, esa misma noche, empezó a sentir en las mandíbulas. —Chingada muela o lo que sea, chingao.
Pensando que al rato se le iba y ese rato nunca llegaba, Justino decidió revolver el botiquín de su esposa para encontrar un analgésico. Solo así pudo pasar esa noche. Usaba el ápice de la lengua para tantear las encías, los dientes, las muelas, el paladar, todo lo que estuviera a su alcance. En una de esas inspecciones, notó que la muela superior del lado derecho se movía un poco, se ladeaba. La acechó tanto que logró escuchar un chasquido como de saliva y aire entre el hueco que se intuía.
Así pasaron varios días. Dolor de cabeza aunado a punzadas en las encías, tronidos, espectaculares calambres que le dejaban un sabor de boca fétido y terroso. Cada que Justino sentía que debía decirle a su esposa, el pesar aminoraba. Prefería aguantar lo que fuera hasta donde pudiera. Ella era una mujer desconfiada. Ya sospechaba algo por la manera de comer de Justino. En principio él se terminaba todos sus alimentos como siempre, resistiéndose a la catástrofe. Luego fue disminuyendo las cantidades, poco a poco comía menos y dejaba más en el plato. Masticar era un suplicio. Aguantó caras y regaños. Entre comidas, las tripas le sonaban con eco de días de malcomer. Su figura, quizás por su edad avanzada, inició un deterioro irreversible.
Aquella muela superior parecía que se ensanchaba. Buscaba abrirse paso entre el resto de los dientes, como si quisiera extenderse de brazos o desplegar sus alas. El movimiento era casi imperceptible, pero Justino lo sentía intenso, certero. Un día de indagaciones, descubrió que entre la encía y la muela salía un pico. Inmediatamente pensó en comida atorada. Ya el olor era diferente, era la carne expuesta a alimento pasado. Cepilladas y buches no pudieron con aquello parecido a una ramita del orégano colada en el menudo. La fatiga de luchar contra eso y el prominente dolor de cabeza que a la primera oportunidad reanudaba, hicieron que desistiera.
Traía algo atrancado y con esa ansiedad pasaba la lengua una y otra vez hasta casi rasparla y dejarla adolorida. El pedazo de lo que fuere salía un poco más, eso hacía que se empeñara en su lucha por moverlo y sacarlo. Se le ocurrió buscar unas pinzas de la ceja. Cuando las tuvo en manos, apenas podía maniobrar con el cachete y la luz, no se veía nada. Olía a fermentación, le temblaban las manos y sudaba gotas de su frente. Tentando, al momento de sujetar eso que parecía alimento, lo jaló despacio, mas el breve tirón fue tan impreciso que un grito se le ahogó en la garganta influido por el dolor.
A partir de ahí, no había otra cosa que ocupara la mente de Justino. Dejó de ir al dominó. Ya no acompañaba a su esposa a ningún lado. Ni siquiera la televisión mitigaba su tormento. Bajó de peso lo suficiente como para debilitarse y no salir por el periódico. Alegó que eran puras mentadas de madre del gobierno que ya ni para qué leerlo. Su esposa estaba preocupada, pero sabía lo necio que era Justino, no le prestó atención. Era mayo y como todos los años visitaba a los nietos allende el Bravo. Justino se quedaba solo en casa un par de semanas.
Esos días se incrementó la debilidad, también la molestia entre muela y encía. Ahora era casi una rama suave que se amoldaba pastosa a la pared de la mejilla. Justino le pasaba la lengua y sentía los bordes que se afianzaban al resto de la dentadura. Tolerante de todos estos cambios, solo trataba de sobrellevar los días. Logró ir a la farmacia por multivitamínicos y licuados enlatados, debía resistir. Ya no era cuestión de días, sino de horas en que los cambios se manifestaron. La enredadera bucal se empuñaba contra las paredes de la mejilla. La boca hedionda a enzimas cada vez más, lograba menos abrirse. Justino, plantado frente al espejo, miraba turbado la mata crecer entre sus dientes, cómo tomaba su boca fértil y la doblegaba a silencios largos.
Cuando sonó el teléfono y era su esposa, él no pudo decir mucho. La voz se perdía en el laberinto oscuro de esa maleza salival. Ella, sin entender nada, lo imaginó lavándose los dientes.
Justino tenía miedo a quedarse dormido. Su lengua ya tenía menos cabida. La acomodó de manera que pudiera seguir tragando saliva, apoyándose con la parte trasera de los dientes incisivos, pero la maraña ávida de espacio detectó la inmovilidad y la tomó por suya. Ahora la lengua no podía moverse, era sujetada entre hilos vegetales. Ojos de pánico. Las palabras eran secuestradas por sonidos ásperos incomprensibles. Todo sucedía tan rápido que al momento que Justino desesperado pensó en agarrar las tijeras para trasquilarse lo escabroso, algo impensable pasó. En un intento por recuperar la calma, quiso primero idear la manera de seguir pasando saliva. Esos momentos le sirvieron para imaginarse que lo habían juramentado. No recordaba tener enemigos, pero uno nunca sabe. —Sabemos una fregada—. Con el ánimo herido y sus ojos aguosos a punto de la lloradera, Justino se armó de valor. Respiró hondo y pese a sentir el miedo más parecido al vértigo, se llevó los dedos a la boca dispuesto a arrancar de tajo el calvario. Desesperación incontenible. Los dedos no se asían a nada. Comenzó por frotar la prisión de la lengua, misma que pulsaba desganada. Al tiempo que sumergía uno de sus dedos en el primer hueco posible para levantar las lianas, estas cobraron vida y apretaron más. —¡No!
La planta o ahora cosa tenía vida. Justino retiró sus dedos con espanto. Como si hubiera retirado la mano del fuego. Se quedó impávido, sin parpadear. Pasaba saliva casi con ahogo. El brazo temblaba. El corazón se aferraba a unos barrotes invisibles violentándolos para liberarse. Por primera vez Justino deseó que llegara su esposa. Por primera vez tuvo fe en Dios. Y por primera vez temió a la muerte, con ese temor cercano que provoca asomarse al vacío. No había manera de aliviar sus nervios.
Ahora percibía los meneos milimétricos del fenómeno bucal. Justino se sentó en el sofá junto al ventanal de la sala para esperar despertarse del horror, de lo increíble. Con la nuca recargada en el tope del respaldo, boquiabierto, cerró los ojos. Un rayo de luz le daba en la cara y deseó con todas sus fuerzas que religiosamente se desenredara la maldición. Mientras revolvía sus pensamientos entre saber qué pasaba y saber qué hacer, el sueño lo apabulló.
A la mañana siguiente llegó su esposa. Antes de entrar a la casa notó que las ventanas tenían marcas de vapor. Sin alarmarse, entró y un olor penetrante a humedad la orilló a dar pasos atrás. Había vaho y no se distinguían los colores. En ese momento, ella reaccionó a llamar a Justino a gritos. Aventó lo que cargaba al piso. Fue hasta la cocina pensando que de ahí surgía el vapor. Impacientada, a la velocidad cautelosa de una anciana, se dirigió a la recámara, luego al baño; cuando regresó a la entrada, notó que la neblina era más intensa desde la sala. Manoteando al aire para escamparlo, al tiempo que soplaba; ahí lo encontró o la forma de su cuerpo, inmóvil, aprehendido al sofá por hiedras adelgazadas que salían de su boca. El planterío se había extendido hasta la alfombra y la cabeza de Justino Garza era un macetero de vida.

@zaira eliette espinosa, 2018

Comentarios

Publicar un comentario

Entradas populares